16 Dic Seguridad jurídica y economía
Ninguna duda cabe de la estrecha relación que existe entre la seguridad jurídica y la economía en la medida en que un marco regulatorio estable en su configuración y predecible en cuanto a su aplicación -confiable, en definitiva- constituye el mejor aliciente para la inversión y el emprendimiento. Por el contrario, la incertidumbre regulatoria, cuando existe, es una contingencia tan difícil de cuantificar y mitigar que se convierte por ello en el primer obstáculo al establecimiento o desarrollo de cualquier actividad económica.
Siendo esto así, resulta muy preocupante que en un contexto como el actual, en el que existen muchas dudas y muy pocas certezas acerca de la evolución de la situación sanitaria y económica, se produzcan significativas quiebras del principio de seguridad jurídica y, por ende, de la confianza legítima de empresas y ciudadanos que, en muchos casos, no encuentran una adecuada respuesta de los Tribunales.
En los últimos años hemos asistido a constantes cambios en la regulación de determinadas actividades, y, en particular, a relevantes modificaciones de la fiscalidad a ellas aplicable. Quizá el caso de retribución de las energías renovables es paradigmático, pero no es el único. Piénsese, por ejemplo, en las entidades financieras europeas y españolas, sometidas a una creciente presión regulatoria que lastra su competitividad frente a las que tienen su domicilio en otras jurisdicciones, o en la intensa intervención normativa que ha tenido lugar durante la pandemia y que ha afectado especialmente a algunos operadores económicos como los contratistas del sector público -que han visto limitado su derecho a obtener el reequilibrio económico de las concesiones- o los tenedores de inmuebles -obligados a asumir moratorias y rebajas de renta no pactadas-.
En el cada vez más amplio ámbito de las actividades reguladas, la efectividad de los principios de seguridad jurídica y confianza legítima se ha visto muy limitada por la Jurisprudencia constitucional que ha venido a establecer que dichos principios “no suponen el derecho de los actores económicos a la permanencia de la regulación existente en un momento dado en un determinado sector de actividad” y que “en un ámbito sujeto a un[a] elevada intervención administrativa en virtud de su incidencia en intereses generales, y a un complejo sistema regulatorio que hace inviable la pretensión de que los elementos más favorables estén investidos de permanencia o inalterabilidad frente al ejercicio de una potestad legislativa que obliga a los poderes públicos a la adaptación de dicha regulación a una cambiante realidad económica” (STC 270/2015).
Por ello, nuestro Tribunal Constitucional considera que la seguridad jurídica es compatible con cambios legislativos “cuando sean previsibles y derivados de exigencias claras del interés general”. Y es, precisamente, la laxa interpretación de estos dos últimos requisitos la que permite en la práctica vaciar de contenido las exigencias de la seguridad jurídica, que se define, en palabras del propio Tribunal como “la certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable, la ausencia de confusión normativa y la previsibilidad en la aplicación de derecho”.Existen algunas manifestaciones claras de ello. El uso generalizado (o quizá debiéramos hablar de abuso) del Real Decreto-Ley como instrumento normativo, al amparo de la libérrima habilitación reconocida al poder ejecutivo para determinar cuándo existe una situación de extraordinaria y urgente necesidad, impide poner en práctica las técnicas de planificación normativa y los estándares de la buena regulación recogidos para la Administración del Estado en los artículos 129 y 130 de la Ley 1/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.
Dichos principios demandan no sólo la participación en la elaboración normativa de los destinatarios de las normas, sino también la garantía de la proporcionalidad y necesidad que se traducen en que la intervención regulatoria debe serlo sólo en la medida estrictamente imprescindible para la consecución de los objetivos perseguidos “para generar un marco normativo estable, predecible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su conocimiento y comprensión y, en consecuencia, la actuación y toma de decisiones de las personas y empresas”.
Pues bien, no parece que la regulación poco sistemática de las más diversas materias a través de normas de urgencia que son objeto de modificación -en ocasiones de forma casi inmediata- por nuevos Reales Decretos-Leyes sea la forma más adecuada de lograr ese marco de certidumbre que facilite la actividad económica. Pero se trata de una deriva muy difícil de controlar especialmente después de que el Tribunal Constitucional haya establecido que las que denomina “coyunturas económicas problemáticas” son situaciones susceptibles de ser abordadas a través del Real Decreto-Ley (por todas, STC 156/2015), lo que permite afrontar la crisis de cualquier sector a través de este mecanismo introduciendo cualesquiera medidas por significativos que sean sus efectos económicos.
Debe tenerse en cuenta que, tras algunas vacilaciones iniciales, la Jurisprudencia Constitucional también ha admitido que el Real Decreto-Ley pueda incidir en el ámbito tributario, siempre que “no altere sustancialmente la posición del contribuyente en el conjunto del sistema tributario” (STC 182/1997, STC 73/2017), lo cual nos lleva de nuevo a la aplicación de un concepto jurídico indeterminado de difusos perfiles que ha permitido ampliamente las modificaciones fiscales por esta vía.
Esta incertidumbre regulatoria afecta no sólo a las empresas, sino también a los ciudadanos particulares, pudiendo apuntarse como ejemplo sumamente ilustrativo el largo peregrinaje judicial en que se han visto envueltos quienes decidieron cuestionar la constitucionalidad del Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana. Más de cuatro años después de que la STC 59/2017, si bien de forma condicionada, declarase la inconstitucionalidad del gravamen, la STC 182/2021, ha establecido la contradicción con la Constitución de forma clara y terminante. Sin embargo, la limitación de sus efectos que se contiene en su fallo, unida al riguroso régimen de reclamación de la responsabilidad patrimonial del Estado Legislador que introdujo la Ley 40/2015, de 1 de octubre, del Sector Público, posiblemente volverán a generar una notable litigiosidad.
Resulta difícilmente comprensible que pueda resultar compatible con la seguridad jurídica que se imponga al particular que ajusta su comportamiento al sistema legal vigente en cada momento -como no puede ser de otro modo- la carga de cuestionar la constitucionalidad de las normas que le resultan de aplicación o su disconformidad con la regulación comunitaria a través de las distintas vías de recursos ordinarios y extraordinarios como requisito previo para la obtención de la reparación de los daños derivados de la aplicación de leyes inconstitucionales. No hay más evidente quiebra del principio de confianza legítima que penalizar a quien confió en el ordenamiento jurídico, máxime cuando el ciudadano carece de legitimación para impugnar las normas de rango legal de forma directa.
En definitiva, aunque resulte indiscutible la vigencia del principio de seguridad jurídica que nuestra Constitución proclama en su artículo 9.3, y aunque resulte asimismo indiscutible la íntima conexión que existe entre este principio y el adecuado desarrollo de las actividades económicas en un régimen de mercado, resulta imprescindible poner de manifiesto que su efectividad se está viendo sometida a algunas distorsiones que pueden impactar en la competitividad de nuestra economía. Este problema afecta, desde luego, a las grandes compañías que operan en los mercados regulados, pero a él no son ajenos ni las PYMES ni los ciudadanos particulares que, en muchos casos cuentan con menos información y menos capacidad de análisis y evaluación de las contingencias regulatorias y de los distintos mecanismos de reacción frente a normativas que pudieran lesionar sus intereses.
La ausencia de unos límites claros que definan los supuestos en que las alteraciones del marco normativo pueden quebrantar la confianza legítima de ciudadanos e inversores y la amplitud con que los Tribunales vienen interpretando la necesidad de intervención en beneficio del interés general especialmente en asuntos de trascendencia económica, desincentivan las reclamaciones de responsabilidad basada en la supuesta infracción de la seguridad jurídica. En este sentido, aunque algunos pronunciamientos del Tribunal Supremo parecen contemplar, incluso, la posibilidad de ser indemnizado por leyes de contenido regulatorio que siendo constitucionales hubieran generado perjuicios económicos a determinados sujetos, lo cierto es que el éxito de este tipo de pretensiones ha sido puramente anecdótico.
No obstante lo anterior, creemos imprescindible seguir insistiendo en que la estabilidad del ordenamiento jurídico, la mejora de la técnica normativa y la efectiva aplicación de los principios de la smart o better regulation, y, en especial, de los de transparencia y participación del sector privado en la definición de las políticas regulatorias que van a afectarle, son elementos que permiten un adecuado desenvolvimiento de la actividad económica en la medida en que generan confianza y promueven la iniciativa privada. Contar con un marco jurídico estable y seguro en su aplicación no sólo reducirá la litigiosidad y las tensiones entre el Sector Privado y el Sector Público, sino que mejorará nuestra competitividad y eficiencia pues atraerá inversión extranjera y permitirá a nuestras compañías centrar sus esfuerzos en desarrollar su actividad y no tener que dedicar recursos a anticipar imprevisibles cambios regulatorios que supuestamente debieron prever.
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- Seguridad jurídica y economía - diciembre 16, 2021